Un cuento de tristeza
«Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso».
Bill Shankly, leyenda delLiverpool, dixit. Arquetípico retrato robot del genio excesivo y procaz, las palabras del manager de los Reds rechinaban tanto como fascinaban. Old school.
El fútbol: una estupidez enfermiza para muchos, un cordón vital para otros. Cuestión de empatías. El gol de Iniesta en Stamford Bridge provocó, nueve meses después, un incremento de la natalidad, y el descenso de algunos equipos de fútbol ha sido el detonante de suicidios y batallas campales. El fútbol ha motivado manifestaciones y guerras y ha inyectado felicidad transitoria a países enteros.
Este deporte tiene el poder de transformar a personas serias en auténticos energúmenos y hacer llorar como plañideras desconsoladas a hombretones hechos y derechos. Pero también une a las personas y estrecha los vínculos familiares. El fútbol, entendido como un sentimiento capaz de despertar la más alta y la más baja de las pasiones, es uno de los elementos más poderosos de la sociedad contemporánea.
Añadan la crisis a este cóctel. El momento actual. La desesperación, la tristeza, el pesimismo, el disgusto. Y el sábado en el Camp Nou. Un tipo con una vida común, con problemas comunes de los días de hoy. Sentado en la gradería, con la mirada perdida y las gafas empañadas. El cielo se está cebando con él. La lluvia lo moja como a un pato y los mechones rizados emplastados le caen sobre la frente. Y su equipo pierde. Su Barça, esa ensoñación que lo separa 90 minutos de la vida real, muere en la orilla ante el rival que provoca más daño. Una punzada dolorosa en el espinazo. Una dosis más a un bote colmado de tristeza. Rebosa. Shit happens.
Sólo entonces recuerda las palabras de Atticus Finch:
“Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”.
¡No es fútbol, es geopolítica!
Tengo el placer de anunciar que hoy he debutado en Jot Down Cultural Magazine con un reportaje a caballo entre el fútbol y la política. O quizá debería decir con el fútbol como excusa para ocultar una realidad social mucho más amplia, mucho más importante, seria y perversa. Los protagonistas de esta historia son, a priori, las selecciones de Argelia y Egipto y el argumento parece sencillo: las dos selecciones se juegan a un partido su pase al Mundial de Sudáfrica. Argelia se impone y, a partir de aquí, se desencadena una escalada de violencia y de muertos que está a punto de terminar en una guerra entre los dos países. Pero, ¿qué había detrás de todo aquello? ¿era sólo el fútbol? ¿fueron los mimbres de la revolución de la Plaza Tahrir?
Podeís leer el artículo en el siguiente enlace. Espero que guste.
Héctor García: «quan arribes al Japó et sents com un nen que no pot llegir ni l’alfabet»
L’Skype em permet entrevistar l’Héctor Garcia. A través de la pantalla de l’ordinador la seva veu m’arriba càlida i propera, però no deixo de pensar que ens separen una mica més de 10.000 kilòmetres. Quan tenia cinc anys, l’Héctor volia programar videojocs i amb 22 va aterrar al pati de casa del Mario Bros i el Sonic. Des de fa 8 anys viu a Tokio, on ajuda a les empreses de Silicon Valley a entrar al Japó. Però aquest enginyer informàtic s’ha fet conegut, curiosament, pel seu blog (kirainet.com), un dels més llegits del món, que descobreix els entrellats d’una cultura tan complexa com la japonesa. Autor dels llibres “Un geek al Japó” i “Momentos”, em reconeix que, després de tant de temps, s’ha japonitzat: “Quan torno a Espanya i un cotxe em deixa passar li faig una reverència”.
Podeu llegir l’entrevista sencera a: http://www.365d365e.com/entrevistes/?m=20120214
Sulawesi: la muerte tenía un precio
SEGUNDA PARTE
Para vivir una aventura hay que meterse en líos y no es difícil perderse en los serpenteantes caminos de la región de Tana Toraja. Pero, ¿quién no se ha perdido alguna vez a propósito?
Cuando el sol incinera, los caminos se enroscan, los gemelos arden y el sudor se cuela por los lagrimales y te dificulta la visión, acabas perdiendo la noción de la realidad y avanzas como un autómata, ojos clavados en tierra, y pupilas fijadas en la contracción de tus cuadriceps. Traicionero, tu cerebro te cuestiona qué diablos haces, por qué te torturas y por qué no escogiste la opción de arena blanca y agua esmeralda. Y subrepticiamente te desliza una postal con playas idílicas en la que apareces retozando mientras sorbes un mojito helado. Y entonces no sabes qué responderle.
Pero continúas avanzando. Desde los márgenes del camino, las miradas se asemejan a punzones afilados. En la sombra, niños de rostros tiznados, descalzos y a medio vestir te observan con una mezcla de pasmo, curiosidad y fascinación. En algunas de estas aldeas no suelen prodigarse los occidentales y dos blanquitos avanzando cuesta arriba a pleno sol constituyen una repentina atracción que bien merece una sonrisa sarcástica, casi lastimosa. Y te piden caramelos.
Aparece un ángel. O, al menos, eso creo. Una chica rubia de pelo lacio, ojos celestes y pasos gráciles se detiene ante nosotros. Me enjuago el sudor de la comisura de los párpados. No es una ilusión. Ella me imita pero, en su caso, seca lágrimas. Dice que es checa. La creo. Que está llorando porque se ha llevado un susto importante. Que un hombre la ha seguido y se ha abalanzado sobre ella. Angustiado, le pregunto si está bien, asiente mecánicamente y, sin mediar palabra, se precipita cuesta abajo, a grandes pasos. Ha pasado un ángel.
Este encuentro fortuito convierte el recorrido en un desfile tétrico. La montaña que nos arropa está agujereada a lo largo del camino por cuevas en las que descansan los muertos. Frente a ellas, los tau tau, efigies de los difuntos talladas en madera, escoltan nuestros pasos. Según sus creencias, los tau tau velan por sus familiares. Según las mías, advierten de nuestra presencia.
En el funeral
Encontrar el pueblecito donde se celebra la ceremonia fúnebre forma parte de la aventura y no siempre es fácil. Incluso los guías locales suelen tener dudas. Durante los meses de verano hay un funeral prácticamente a diario en un pueblo u otro de la región pero las noticias corren a la velocidad de la lengua de sus habitantes.
Lo más sencillo es seguir a la caravana de la muerte. Los asistentes al funeral forman largas colas de vehículos que llegan de todos los rincones del país, incluidos Borneo, Timor, Papua o Flores. De riguroso negro, cargan con cerdos y búfalos, que ofrecen a la familia del difunto para, en la mayoría de casos, sacrificarlos.
Tras deambular durante un tiempo indeterminado, tropezamos con retazos de negro y, siguiendo el rastro de la caravana de la muerte, detenemos un camión. Nos subimos en su parte trasera, donde tres chicos jóvenes duermen a pierna suelta, amparándose del sol con un toldo azul y raído. Conciliar el sueño en esas circunstancias debe ser una especie de don torajeño ya que, sin asideros, el trayecto se convierte en una carretera al infierno. Magullados y golpeados, aterrizamos en una aldea donde se prepara un funeral.
Conociendo al tomate
La presencia del viajero en estos casos es consentida, siempre y cuando se agasaje a la familia con algunos presentes elementales como tabaco o alcohol. La secuencia que sigue pertenece al género de lo bizarro. Una niña de apenas 5 años nos observa fijamente blandiendo un cuchillo de carnicero, gruppies torajeñas me piden que me fotografíe con ellas, la familia, curiosa y divertida, nos invita a conocer a alguien muy especial y nos lleva al lugar donde aguarda el “tomate”. El tomate, curiosa y literalmente, resulta ser el difunto. Embalsamado, tratado con veneración, espera su funeral en sociedad oculto en la casa familiar.
Para los habitantes de Tana Toraja los ritos son fundamentales para que el difunto descanse en paz. Sin la debida sepultura, su alma podría ocasionar desgracias terribles a la familia. Lógicamente, para unos farang (occidentales) como nosotros, es un honor visitar al tomate.
El negocio de la muerte
La muerte es el principal modo de subsistencia de Tana Toraja. Su fuente de vida. Los habitantes de esta región de Sulawesi suelen celebrar dos ceremonias para enterrar a sus muertos, una justo cuando fallece, y otra cuando la familia está económicamente preparada. Ésta puede ser incluso un año después del fallecimiento, tiempo durante el cual el muerto reside en la casa familiar.
Llegamos a la par que la mayoría de los asistentes. Su número, al igual que la duración de la ceremonia (hasta tres días), depende de los recursos y del estatus de la familia. Durante el primer día se recibe a los invitados, que se instalan en unas estructuras construidas especialmente para la ceremonia y que serán derruidas a posteriori. Los más distinguidos son recibidos en casas tradicionales, los Tongkonan. La extraña forma de sus tejados responde a la forma de los cuernos de un búfalo o a la proa y la popa de un barco, según a quién preguntes.
Nos ponemos a la cola. Poco a poco, cada invitado entrega un regalo, que se registra meticulosamente. Y se apunta porque si Enos me ha regalado un búfalo y dos cerdos, cuando un familiar de Enos muera, deberé regalarle exactamente lo mismo, por lo que, a partir de hoy, deberé ahorrar para estar preparado. En el caso de no poder corresponder en su debido momento con un presente del mismo valor, mi nombre y el de mi familia quedarían mancillados. Entregamos nuestro regalo y nos acompañan a una de las cabañas especialmente construidas para la ceremonia. Nos sirven galletas, te y una bebida alcohólica fermentada con arroz. El calor y la graduación del licor ralentizan las imágenes. Se oyen gritos en el silencio.
A trompicones sigo el reguero de la sangre, los gritos y la carne chamuscada. El sufrimiento dura escasos segundos. Un corte limpio y profundo acaba con la vida de los cerdos. Uno de los verdugos me ofrece el arma, pero declino. Otro me da un trozo de carne. Tengo hambre y acepto. El “tráfico” de animales, la incesante construcción y la demolición de las estructuras de las ceremonias, sus preparativos, etc. tienen, además de un sentido ceremonial, un motivo pragmático. Todo el movimiento que envuelve un funeral activa la economía de la región. Y la muerte es un negocio que no entiende de crisis.
El señor de las moscas
Sacrificarán a los búfalos durante el alba del segundo día. Símbolo de estatus familiar, el búfalo es el eje de la economía de la región. Su valor se calcula por el tamaño de las astas y su precio puede superar los 10.000€. Si es albino, una auténtica rareza, este valor se dispara hasta alcanzar cotas surrealistas. En el caso de que un matrimonio se divorcie, el marido deberá indemnizar a su ex mujer con un determinado número de búfalos, dependiendo de su clase social.
Antaño animistas, cuando el Gobierno decidió que las seis religiones oficiales del país serían el Islam, el protestantismo, el catolicismo, el hinduismo, el budismo y el confucionismo, hicieron una reflexión sabia. ¿Cuál nos conviene más? Dado que el Islam no permite comer cerdo y el hinduismo no acepta la ingesta de búfalos, decidieron apostar por el catolicismo. Era la religión que les perjudicaba menos, la que les permitía mantener el negocio.
La sangre, el cerdo asado, el sacrificio del búfalo, el olor a ocre, la presión del valle, el desfile de la caravana de la muerte… Tana Toraja te deja exhausto y angustiado. Su cultura, basada en la muerte, es tan lúgubre como asombrosa. Las montañas las habitan los muertos y los árboles tienen pequeñas puertecitas que velan cadáveres de bebés fallecidos prematuramente. Hay que marcharse de este lugar antes de que te veas envuelto en un capítulo de Cuarto Milenio.
Más allá de las montañas, a tres días de camino, se encuentran las remotas islas Toggean, donde los cangrejos de los cocoteros tienen pinzas capaces de arrancarte una mano. Travesando el océano, cerca de Flores, allí donde se acaba el mundo, todavía habitan dragones mortíferos. Komodo y Rinca. Las fuerzas marcarán la elección de nuestro próximo destino.
Sulawesi: la muerte tenía un precio
PRIMERA PARTE
Entre el archipiélago de las Molucas y el Borneo indonesio se encuentra Sulawesi (Célebes). A pesar de ser la undécima isla más grande del mundo ha sabido esconderse en el mapa y pasar, discretamente, como una más de las casi 18.000 islas que conforman Indonesia. Su extraña orografía, formada por cuatro brazos, le otorga un aspecto inconfundible.
Bordeada por la línea Wallace, en Sulawesi conviven especies del sureste asiático y de Australasia. Sus principales puntos de entrada se encuentran en el norte (Manado) y en el sur (Makassar), pero es en el centro de la isla donde residen los Toraja, animistas y adoradores de la muerte. Es allí, precisamente, donde nos dirigimos.
Carretera al infierno
Como pésimos anfitriones que son, el calor y los mosquitos de Makassar (Ujung Pandang) se apresuran a explicarte que no eres bienvenido. Lo mejor es llegar cuánto antes a la estación de autobuses, tan variopinta e interesante como todas. La de Makassar, en particular, es un hervidero de gente, de gallinas y de olores penetrantes que enervan la pituitaria. La espera, una palabra tan íntimamente ligada al viajero como las suelas gastadas, se digiere mejor con imaginación y fantasía. Gracias a esa especie de evocación infantil que te suscita el nombre de lugares sonoros, lejanos y desconocidos como Palu, Makale, Parepare, Palopo o Kendari.
Rantepao es la capital de la región de Tana Toraja y es dónde nos dirigimos. La distancia, apenas 328 km, se libra en no menos de ocho horas. La explicación de la odisea es sencilla. A pesar de que los autocares son rápidos y los conductores están adiestrados en la Nascar, las carreteras de Sulawesi son imposibles, por estrechas, montañosas y atornilladas. De día, el recorrido debe ser poco menos que alucinógeno pero, en la oscuridad de la noche, es simplemente una catarsis. Puede que sea el cansancio, las náuseas, las gallinas del pasillo o las luces estroboscópicas de los camiones que conducen en contra dirección (una vía, dos direcciones). Puede que sean los frenazos en medio del REM o el abismo, a escasos centímetros de las ruedas del vehículo. O puede que sean las curvas infinitas, la sugestión y la literatura. Pero si lo metemos todo en un saco, se trata, sin duda, de un viaje al corazón de las tinieblas. Al mismísimo infierno.
Quería un viaje salvaje. Y por mis pecados me lo dieron. En mitad de la noche y de la nada, y entre la alucinación y la angustia, un Warung (restaurante de comida local) representa una opción inmejorable de complicarte un “apacible” trayecto. Se trata de un reto gastronómico y de una dicotomía hambre-infección gástrica. Normalmente la segunda es consecuencia de la primera. Pero no hay más remedio, forma parte del juego.
La fiebre y las pesadillas hacen el resto. Cuando recupero la consciencia, a las seis de la mañana, se despiertan las montañas, acunadas por una niebla turbia y sedosa. El verde predomina en el hogar de los Toraja, abrupto y accidentado. Sus habitantes son conocidos por el culto a la muerte, por ceremonias que duran días, por los sacrificios y la sangre que se vierten en ellas… Tan obsceno y tétrico para unos, tan fascinante y hechicero para otros.
¿Qué se esconde detrás de estos funerales?
NdA: continuará…
Aitor Lagunas: «els perdedors són més interessants que els guanyadors»
Benvolguts lectors,
Disculpeu aquesta interrupció a les cròniques barcelonistes que solen ocupar aquest espai. Però és per una bona causa. Avui tinc el plaer d’adjuntar-vos l’entrevista amb la qual he debutat a la web 365d365e. El protagonista és el periodista Aitor Lagunas, impulsor de la revista Panenka, el futbol que es llegeix. Es tracta d’una revista estranya en els temps que corren: és retro, ¡en paper! i conjuga la cultura i el futbol. En les seves 116 pàgines no trobareu CR7 ni la nova nòvia del Puyol. A les seves pàgines s’expliquen històries de jugadors barbuts, que no es depilen les celles i que juguen a lligues de països llunyans i impronunciables. S’expliquen aquells relats que no tenen cabuda als mitjans de comunicació convencionals i és dóna una visió peculiar de la societat, la política i la cultura amb el futbol com a fil conductor. Sense més preàmbul, adjunto l’enllaç de la pàgina on trobareu l’entrevista. Espero que agradi!
La sombra del coloso
El mundo del deporte vive de los referentes. Figuras que, como Ronaldo o Messi, conquisten la condición de símbolo, levanten pasiones y enganchen al seguidor. Por su calidad, por su extravagancia o por su capacidad de seducción son ejes imprescindibles del rodillo del deporte de masas. En los deportes minoritarios estos referentes son, si cabe, más imprescindibles y su tabla de salvación suele residir en el “nacionaldeportismo” (definición de Gonzalo Vázquez). Es decir, “el deporte en tanto lo nacional huela a podio”. Nadal, Alonso o Gasol son claros ejemplos que han estimulado al público y han provocado un mayor interés por el tenis,la Fórmula1 o la NBA. Es, sin embargo, un reconocimiento engañoso que responde más a la fascinación por el éxito que a la pasión por el deporte. Estos deportistas, en definitiva, cargan con una mochila de aficionados circunstanciales que pesa más o menos dependiendo de sus triunfos.
Cada cierto tiempo tenemos la oportunidad de vivir un big bang deportivo, una gran eclosión producida por la coincidencia espacio/tiempo de dos superestrellas en un mismo deporte. Si en la ansiada búsqueda de un referente en el que asirse se encuentra un duelo entre dos colosos, el suceso alcanza cotas de delicia incalculables. La disputa por el amor del respetable conlleva una efervescencia singular y hechicera y supone un triunfo para cualquier deporte que aspire a tener espacio en los media. Pero es difícil discernir si este “choque de reyes” esconde un trasfondo más sociológico que deportivo, pues el ser humano siente una fatal atracción por el conflicto, las confrontaciones y los duelos de titanes desde tiempos inmemoriales. Parejas míticas como Bird-Johnson, Karpov-Kasparov, Ulrich-Armstrong, Sugar Ray Robinson-Jake LaMotta o Borg-McEnroe navegan en el imaginario como estrellas fugaces que han originado el interés y el posterior enamoramiento de deportes casi clandestinos para ciertos medios de comunicación. La ausencia de uno de los pares hubiera otorgado más triunfos al otro pero, raramente, más trascendencia. La proliferación de más información hubiera ocasionado una aproximación letal al ídolo, una vulgarización del mismo que hubiera asesinado a la mística.
El fútbol de hoy, un deporte saturado de atención, vive la pugna entre Barça y Madrid día y noche. Cada gesto, cada palabra (incluso la elección de la camiseta del portero) supone horas y horas de televisión y regueros de tinta en la prensa. La divina coincidencia espacio/tiempo de dos superequipos ha sido explotada hasta la saciedad, hasta deformarla y caricaturalizarla y arrinconar la esencia de todo esto: apenas quedan huellas de deporte en los medios supuestamente deportivos. El análisis y la argumentación se han dilapidado a favor del conflicto y la polémica.
Este suceso único, este duelo de colosos, la belleza futbolística del Barça como fabulosa pieza de orfebrería y el temible run and gun del Real Madrid dejan de tratarse como un acontecimiento deportivo único para convertirse en una mera sombra de un coloso que poco o nada tiene que ver con el deporte.
]* Agradecimientos a Gonzalo de Melo y a Miquel Àngel Caldú por compartir su cultura deportiva conmigo. Y a Gonzalo Vázquez, por ser una fuente interminable de inspiración
Los ocho de Manchester
6 de febrero de 1958, Munich. El vuelo 609 de la British European Airways intenta un tercer despegue, se eleva un centenar de metros, se precipita y cae. A bordo, el mejor Manchester United de toda la historia, los Busby’s Babes. Bent, Byrne, Colman, Jones, Pegg, Taylor y Whelan mueren al instante. Entre los supervivientes se encuentran el mítico manager Matt Busby, un joven Bobby Charlton y la perla más fulgurante que ha visto el fútbol inglés: Duncan Edwards. Edwards, precoz y descarado, había debutado a los 16 años con el United y a los 18 con los Pross. Con 20 años ya había ganado 2 ligas y lo aclamaban en toda Europa a raíz de una exhibición tremenda contra la Alemania campeona del mundo, partido que le valió el apodo de boom-boomm. Medio izquierda de recorrido, con técnica, visión de juego y una precisión de cirujano, gozaba de la admiración del Planeta Fútbol. “Ni Pelé ni Di Stéfano. Nunca me he sentido tan inferior a alguien en un campo de fútbol como junto a él”, confiesa Sir Bobby Charlton.
Pocos días después de la tragedia, el United disputa un partido de Copa contra el Sheffield Wednesday. Desde el hospital Isar des Rechts de Munich Busby envía un mensaje a los 60.000 espectadores del estadio, que escuchan en silencio sepulcral la voz mortecina que sisea por los altavoces: “Damas y caballeros: les hablo desde una cama en el hospital de Munich. Después del accidente sufrido hace aproximadamente un mes, les gustará saber que los jugadores que quedan y yo mismo nos vamos reponiendo poco a poco”. Henchido de coraje, el United se impone por 3 a 0.
Pero la fatalidad tenía guardada un último acto. Tres días después, tras una lucha de dos semanas, muere Duncan Edwards. Jimmy Murphy, ayudante de Busby, explica que, poco antes de morir, Edwards le susurró al oído «¿A qué hora es el partido contra los Wolves, Jimmy? Hay que estar preparados«. Edwards fue enterrado con honores de Estado ante 5.000 personas.
Desde ese momento y hasta el final de la temporada el United gana un partido, empata cinco y pierde ocho. Durante la siguiente década vagará por las tinieblas del fútbol.
Nacen los Red Devils
Matt Busby estaba empeñado en resucitar al United, en devolverle la alegría a un club deprimido y entendía que el levantamiento se forja en la actitud. En 1934, el Salford, un equipo de rugby inglés, es invitado a una tournée por Francia para promover la liga de rugby en el país. Los periodistas franceses, asombrados por su juego y resultados y, valiéndose de sus pantalones rojos, los apodan Les Diables Rouges (los diablos rojos). Busby queda prendado del carácter de ese equipo y decide rebautizar al United. A partir de ese día el mundo los conocerá como Red Devils.
Este intimidatorio apodo parecía creado expresamente para uno de los integrantes de esa generación. Aunque comúnmente se le conocía como “El quinto Beatle”, George Best era un diablillo de apenas 1,68 que, ávido de vida, la tomaba a manos llenas. Campeón de liga en 1965 y 1967, ganó el balón de Oro en 1968, la temporada en la que el United consiguió su primera Copa de Europa, también la primera para un club inglés. Pero Best amaba con más fuerza sus malos hábitos y estos devoraron con voracidad al futbolista. Juerguista, mujeriego y bebedor empedernido, su verborrea y locuacidad dejó frases míticas que deambulan por el imaginario colectivo como una suerte de refranes jocosos:
“He gastado mucho dinero en mujeres, coches y alcohol… el resto lo he despilfarrado».
«En 1969 dejé las mujeres y el alcohol; fueron los peores 20 minutos de mi vida».
“Hace unos años dije que si me daban a elegir entre marcar un golazo al Liverpool o acostarme con Miss Mundo, iba a tener una difícil elección. Afortunadamente, he tenido la oportunidad de hacer ambas cosas»
Best falleció el 25 de noviembre de 2005, a causa de una infección pulmonar y un fallo multiorgánico. Tres años antes había recibido un trasplante de hígado.
Por los ocho
Diez años después de la catástrofe de Munich, la historia hizo las paces con el United. Busby los llevó hasta una final que les enfrentó al Benfica de “la Pantera negra de Mozambique”. Eusebio, doble campeón de Europa y máximo goleador del Mundial de 1966, no fue suficiente, sin embargo, para parar a los Red Devils de Best, Law y, sobre todo, Charlton. Bobby Charlton sentía que tenía una deuda consigo mismo, con el destino y con sus compañeros muertos y anotó dos de los cuatro goles de su equipo (4-1). Aliviaba así su pesar pero nunca pudo arrinconar la tristeza de no levantar el trofeo junto a Edwards.
Treinta y un años después, en 1999, un actor tan secundario como estimado, Ole Gunnar Solskjaer, daba la segunda Champions al United en la final más turbadora de la historia. En el tiempo de descuento Sheringham y el jugador noruego remontaron el tanto inicial de “Super” Mario Basler. Con el Camp Nou ya vacío, Charlton se paseó solo y cabizbajo por el césped de l’Estadi, aún humedecido con lágrimas bávaras. En su cabeza aún seguían borboteando los nombres de Bent, Byrne, Colman, Jones, Pegg, Taylor, Whelan y Edwards. Los nombres de los ocho de Manchester.
La revelación de Murakami
Era un día de primavera precioso, con un cielo limpio de nubes y una brisa cálida. Bebía una cerveza fresca y, de vez en cuando, miraba el cielo, desde el montículo de césped del estadio Jingu, feudo de los Yakult Swallows. El reloj marcó la una y media del día uno de abril de 1978. El bateo del americano Dave Hilton replicó en un ruido seco del bate, que resonó en todo el estadio. Justo en ese momento, Haruki Murakami tuvo una revelación: “ya lo sé, trataré de escribir una novela”. Así nació el escritor.
La nariz, probablemente colorada, le dolía al aspirar el aire gélido, inclemente a pesar de la euforia, cálida y alegre, que aumentaba la temperatura del estadio. Se cubrió la nariz con las manos, exhaló para sentir un atisbo de calor y aprovechó para secarse unas lágrimas ya difíciles de disimular. Los cánticos ensordecedores y las cartulinas azulgranas configuraban un remolino de emociones difíciles de asumir para un niño de diez años, lector precoz y madridista por contraposición. Ese ocho de enero de 1994 aprendió lo que era la tristeza, más dolorosa aún cuando la alegría te rodea. El cinco a cero pero, sobre todo ver a su padre abrazarse con sus hermanos, le produjo tal sensación de soledad que decidió cambiar de equipo. Ni el posterior consuelo de su padre ni la explicación de las vueltas que da la vida pudo hacerle ya cambiar de opinión. Así fue como Carles se hizo del Barça.
La lluvia fina trabajaba sin descanso, penetrando silenciosamente, calando hasta los huesos. Carles y su esposa Anna, preocupados por sus hijos, ajustaban gorros y bufandas y guantes y botones. Júlia, rebelde, descubría orgullosa su escudo del Real Madrid y Joan enarbolaba con descaro su bandera del Barça. ¿Uno de cada? le espetaban con sorna los compañeros de grada. La respuesta de Júlia se ceñía a mostrar la lengua a diestro y siniestro. Murakami era el compañero de metro de Carles en esos días. Se sorprendió al descubrir la revelación del escritor japonés y estableció un sinuoso paralelismo con su reconversión, 16 años antes, en el Camp Nou. Ese 29 de noviembre del 2010, el marcador reflejaba el mismo resultado, cinco a cero. Mientras el Barça de Guardiola rubricaba la mayor exhibición futbolística que había visto en su vida, Carles no le quitaba ojo a Júlia, que se mantenía callada, tranquila, reservada. Un extraño sentimiento lo sacudió entonces, desde los pies hasta la nuca. En su fuero interno deseó que fuera al revés, que hubiera ganado el Madrid, sólo para ver a su hija sonreír, feliz. Al término del encuentro, Carles intentó bromear con ella: ¿de verdad que no te quieres cambiar al Barça, Júlia? Con 12 años, los ojos vidriosos y un sosiego que nunca olvidaría le respondió: Papa, me da igual ser del Madrid o del Barça. Yo lo único que quiero es venir contigo y que tengamos algo de qué hablar. Así fue como Carles aprendió a ser padre.
Deconstruyendo a Ricky Rubio
El balón se coló en la red tras despegar de los dedos de Ricky Rubio. Desde el centro del campo, el base catalán percibió los vítores de un público enardecido, convencido de presenciar algo tan fuera de lo común, tan extraordinario, que sólo sucede cada medio siglo. Los testigos de la final del Europeo Cadete del año 2006 se marcharon a casa convencidos de que habían disfrutado de un jugador que despedazaría todos los récords de precocidad establecidos. Los 51 puntos, 24 rebotes, 12 asistencias y 7 recuperaciones del chico traspasaban la lógica de un jovencito imberbe nacido para hacer historia. Para escribir la historia del baloncesto europeo del siglo XXI. Cuatro años más tarde, la inquietud invade a esos mismos testigos que, aturdidos, ahora se preguntan: ¿Qué le pasa a Ricky?
Nada. Esa es la respuesta más común, más recurrente. Pero la nada devora a Ricky, que languidece en el parquet, apático y melancólico. Su creatividad infinita se ha tornado en un juego errático y previsible, en un juego intrascendente que muere al cruzar el medio campo y doblar el balón al alero. En lo que llevamos de temporada, las frías cifras explican que Ricky promedia 4 puntos por partido, con un 33% en tiros de dos, un 13% en tiros de tres, 3 rebotes, 5 asistencias y 2 robos para un total de 7 de valoración. Tan sólo en asistencias (tercero en el ranking ACB) despunta. Quien valore la labor de Ricky ignorará las estadísticas argumentando que su juego va más allá de lo tangible y de ese particular agujero negro que es su tiro.
Camino a la NBA
El 20 de octubre de 2005 anotó dos puntos, logró una asistencia y robó dos balones. Lo hizo en tan sólo cinco minutos, con tan sólo 14 años. Se convertía, así, en el jugador más joven en debutar en la ACB. Las expectativas entorno al jugador crecieron y crecieron hasta convencer a todo el mundo de que era un auténtico prodigio, un virtuoso del baloncesto, un Mozart. En la temporada 2007/2008 formó parte del mejor quinteto del año (otra vez el jugador más joven en conseguirlo), y fue nombrado “Mejor Joven del Año” por el secretario general de FIBA Europa. En 2007 fue el líder en robos de la ACB y de la Euroliga.
El mundo (Estados Unidos) conoció a Ricky en los Juegos Olímpicos de Beijing. La lesión de Calderón lo arrojó a la titularidad en una final en la que su descaro e inteligencia impresionaron a los estadounidenses, que se llevaron la medalla de oro y apalabraron a Ricky. Con su juego, el joven base involucraba hasta al palco. Sus compañeros temían que un balón, que un pase suyo les golpeara en la cabeza por sorpresa, por no estar a la altura de la clarividencia del chico. Y las analogías no tardaron en llegar. Lo compararon con Drazen Petrovic, con Jason Kidd y hasta con Pete “Pistol” Maravich, teorías que fueron desmontadas una a una:
“Pete Maravich era, ante todo, un anotador compulsivo y un sujeto tocado por una divina relación con el aro, lo que relegaba a su entorno a un segundo e incluso tercer plano. En el caso de Rubio parece haber también una relación divina. Pero no con el aro, sino precisamente con su entorno, al que sitúa en un absoluto primer plano. Por eso Rubio no es ni un anotador ni un jugador especialmente dotado para el tiro a canasta, aspecto por el que Maravich pasaría a la historia como Pistol. Es la decisiva diferencia entre el que dispara y el que suministra fusiles”.
El periodista Gonzalo Vázquez desmontaba a “Pistol Rubio” en un momento en el que Ricky se revelaba como único y genuino, encarnaba el talento en el sentido más natural y más auténtico de la palabra y despertaba el recelo de jóvenes promesas como Brandon Jennings, la primera voz discordante, la primera voz que dudó públicamente de Rubio.
Y Ricky decidió ir a la NBA. Del extraño episodio de su participación en el Draft, de su renuncia a jugar en Minnesota y de su ruptura con el DKV Juventud surgió otro jugador. Ricky desistió de abandonar la edad de la inocencia y optó por jugar cerca de casa, sin llegar a la cota simbólica de la NBA, pero compitiendo para ganar todos los títulos en uno de los mejores equipos de Europa. Xavi Pascual le entregó la manija del Barça y en una temporada personalmente correcta se proclamó campeón de Europa. Su decisión de permanecer en Europa para madurar como jugador quedaba legitimada por completo. Pero su virtuosismo ya estaba herido por los valores racionales, económicos y personales de su decisión. Valores diametralmente opuestos con el Genio.
¿Dónde está Ricky?
El Mundial de Turquía nos enseñó a un Ricky psicológicamente agotado, apático y sin ideas. El año que debía aportarle madurez, experiencia y temple lo había hecho crecer, sí, pero le había arrebatado la imaginación, la creatividad y la fantasía.
Hoy Ricky es la prolongación de un jugador empobrecido y vulgar, una sombra imperfecta de aquel fenómeno que deslumbró en el Europeo de 2006 y en el DKV Joventut. Curiosamente, el Barça ha suspendido temporalmente las entrevistas personalizadas con el jugador, además de los actos protocolarios… Los ecos de crisis de juego llegan ya a aguas americanas. Hace unos días Gonzalo Vázquez twitteaba: “Me pregunta un periodista americano qué pasa con Ricky. Contesto que nada. Y aprisa replica: «O sea que su nivel no es lo que nos contaron».
Al término de esta temporada Ricky deberá decidir si se marcha a Minnesota o cumple los dos años de contrato que le quedan con el Barça. Es demasiado injusto, demasiado pronto para pensar que el talento de Ricky Rubio se ha diluido como el de tantas y tantas jóvenes estrellas cuyo fulgor se extinguió con su nacimiento.
En la yugular de Borneo
SEGUNDA PARTE
La llaman Dragón. Se trata de una barcaza motorizada de un metro de manga y cinco metros de eslora. Tremendamente inestable y de giros temerarios. Encajada en ella, a escasos centímetros del agua, el indefenso pasajero sospecha más, si cabe, de las aguas cobrizas. Surca veloz y delicadamente el río, salvando la corriente y los rápidos. Y de repente: ¡BOM! Un golpe sordo hace tiritar al Dragón. Algo ha golpeado la embarcación y el motor se detiene súbitamente, mientras iniciamos un balanceo sostenido, una especie de danza acuática hasta detenernos por completo. Rescatada la estabilidad, nos secamos la cara y le miramos inquietos. Bajito, de una edad indescifrable, tatuado, impertérrito. Nuestro piloto pertenece a los Iban, una tribu conocida por su afición a cazar cabezas tiempo ha. Nos dedica una primera mirada de reconocimiento para centrarse en el agua, opaca, impenetrable.
―¿Un cocodrilo?
―Aquí no hay cocodrilos.
―¿Una serpiente?
―No hay serpientes.
―¿Algún pez de grandes dimensiones?
―No.
Arranca de nuevo el motor y continuamos hacia las profundidades sinuosas del río. Incrédulos, tratamos de interiorizar que sus aguas son inocuas. Pero cuando llegamos a nuestro destino, no nos atrevemos a bajar del Dragón hasta que, sorprendidos, vemos que el agua apenas rebasa el tobillo.
El breve trayecto hasta la Longhouse, el hogar de los Iban, discurre por una selva cerrada. Con pasos torpes y ruidosos y ojos no entrenados, cualquier vestigio animal es prácticamente invisible. Sólo se intuyen miradas ocultas, movimientos furtivos y el balanceo de la vegetación. O se imaginan. Sin orangutanes agresivos, serpientes venenosas o caimanes asesinos, nuestro mayor problema son los diminutos mosquitos. Mosquitos inmunes que desayunan Relec y meriendan Goibi.
Los Iban nos reciben sin festejos ni danzas ni paripés. No visten taparrabos ni sables ni plumas sino vaqueros y camisetas de la Premier League. La historia que encierra sus tatuajes y un saco repleto de calaveras de soldados japoneses de la Segunda Guerra Mundial son algunos de los pocos indicios que recuerdan que antes de trabajar en Gabón o Nigeria para una empresa petrolera, eran una tribu guerrera, orgullosa y temible. Cenamos en la oscuridad, compartiendo pollo, arroz, verduras, mermelada de coco y wisky de arroz, pero la falta de un idioma vehicular asesina la conversación con prontitud. Partiremos a las cinco y media de la mañana, para no perder el primer y único barco que conecta con Kuching.
Pero el ladrido histérico de los perros y el cacarear trastornado de los gallos nos arrebata el sueño. Son a penas las tres y media. ¿Qué pasa? Silencio. Silencio. Silencio. Diluvio. Treinta segundos después del aviso, una tormenta tropical escandaliza el techo de uralita. Cerramos los ojos. Los abrimos. Son las cinco y media. Sigue lloviendo. Dormimos en la misma estancia que el matrimonio Iban, pero su cama ya está vacía. En el corredor, de 100 metros de longitud, y que comunica con todas las viviendas, los encontramos. Sentados en cuclillas. Contemplando embobados la lluvia. La totalidad de la tribu nos dedica una mirada de soslayo, indiferente, y vuelve a la lluvia. Nuestro Iban nos explica que es peligroso navegar así, que no podemos marcharnos.
―¿Y cuánto puede durar?
―Podría terminar ahora mismo. O de aquí a tres días.
Entonces lo entiendo todo. Me siento con ellos. A contemplar la lluvia.
En la yugular de Borneo
PRIMERA PARTE
Es un largo y tortuoso viaje. Kuching, capital del estado de Sarawak, languidece de día y se despereza con la puesta de sol. Salvajemente desconocida, la puerta de entrada al Borneo menos explotado no ha escapado, sin embargo, de ese perverso concepto conocido como globalización y que debería llamarse occidentalización. Hasta aquí llegan las redes del señor McDonald’s y del señor Hilton.
Decidimos huir de Kuching furtivamente, cuando todavía la envuelve la penumbra. Nuestra embarcación recorre un trecho del mar meridional de la China para adentrase en el Batang Rejang, el río que atraviesa Sarawak como una yugular tibia, circundada por frondosa pluviselva y asentamientos ribereños. Numerosos barcos madereros surcan esta cinta transportadora de color azafrán y fondo inquietante, en su afán por destruir una de las selvas más antiguas del mundo. Los pocos occidentales que se adentran en el Batang Rejang comparten trayecto con aborígenes tatuados, frutos exóticos, puerco espines y aves. Son cinco horas de un trayecto empapado de olor a gasolina, sol, humedad y sudor. El estertor del motor, martilleante e inclemente, te transporta en un estado de semiinconsciencia hasta que tu cuerpo se detiene y alguien te dice que estás en Sibu.
El sol ya tartamudea y juega al escondite con las nubes para emerger inclemente, punitivo, superior. Ilumina Sibu, un lugar de paso, picante y húmedo, del que quieres escapar con rapidez, pero que te retiene mientras decides tu destino. Nadie se detiene en Sibu sin motivo. La mayoría llegan para aprovisionarse y desaparecen en el río antes de que la oscura noche se cierna sobre la población, sin previo aviso, sin apenas transición con el día. Sus calles vacías esconden subterfugios noctámbulos, lugares clandestinos de acceso privado con persianas metálicas que acogen y expulsan a figuras errantes, despedidas tórridamente por formas hombrunas de labios pintarrajeados con carmín lascivo e impúdico.
Los que escapan a la noche parten hacia Miri, Bintulu o Bario, donde el aire es fresco y se alimentan a las sanguijuelas. Pero la leyenda de los cazadores de cabezas nos arrastra río arriba, donde el Batang Rejang se estrecha hasta llegar a la remota Kapit, territorio de las tribus Iban. Son 160 kilómetros por el hipnótico río. Llegamos al anochecer. Caras tiznadas nos observan con curiosidad desde la penumbra. Risas huidizas. Sin rastro de McDonald’s. A las siete de la tarde Kapit es un cementerio humano. Aquí la noche es propiedad de la selva y de sus moradores. Todos los ecos son nuevos y estremecedores. Hemos llegado al corazón de Borneo.
(NdE: Aprovechando el desafortunado parón liguero, me tomo la licencia de publicar un micro relato de dos partes sobre Borneo. Continuará…)
La Batalla de Johannesburgo
Andrés Iniesta es un jugador que, en ocasiones, desquicia. Alérgico al disparo, entiende que golpear el balón es una ofensa para la pelota que él tanto lisonjea. Tan bueno es que preferiría traspasar la línea de gol con delicadeza, con el esférico cosido al pie. Sus chutes son escasos, medidos con esmero y escogidos para la gloria. Lo fue el de Stamford Bridge y lo es el de Soccer City. El pálido de Fuentealbilla será canonizado y encumbrado como el héroe de la Batalla de Johannesburgo.
Un triunfo de la selección holandesa hubiera sido una traición imperdonable a los principios que la hacen romántica y estética. La inventora del Fútbol Total renunció a su pasado, renegó de sus derrotas aderezadas con buen juego y se cambió a un modo que no le corresponde: pretendió asesinar el estilo que la convirtió en leyenda. Ataviados con un traje impostado de guerrillero y comandados por el sargento Van Bommel y un psicópata llamado Nigel de Jong, Holanda amenazó con ofrecer la final más deplorable de la historia. Si alguien intentó convencer a algún neófito de que lo que iba a ver era el espectáculo deportivo más bello del planeta, fracasó estrepitosamente.
La lógica Del Bosquiana
Vicente del Bosque observaba la batalla desde la banda con su parecido soso mientras su lógica discurría con acierto. Vicente es de los que pregunta:
-¿Tú de qué juegas?
-¿Yo? De lateral izquierdo
-Perfecto, pues vas a jugar de lateral izquierdo.
Y punto. No hay más y es suficiente. Tiene artistas y los dispone sobre el terreno de juego. Y cuando necesitan recambio, acierta.
Lo que iba a ser una de las finales más bonitas y ofensivas de la historia, se transformó en una cacería. Pero, en esta ocasión, se impusieron los que quisieron jugar, los que están convencidos de que el balón es importante en este juego. Los que se divierten jugando. Los que divierten al espectador. Por una vez, hubo justicia poética.
Justicia poética
La tiranía del balón: Puyol lo arrebata, sin lírica, y lo confía a Piqué. Elegante e imperial avanza a grandes trancos y lo cede a Busquets, tan parco fuera de los terrenos de juego como clarividente en el césped. Sencillo, simple y dueño del ancho y del largo. De los 360º. Lo recibe Xavi, una máquina con sensibilidad de artista. Se gira sobre sí mismo. No pueden arrancárselo. Es imposible. Se asocia con Iniesta, cuya fragilidad se equipara a la magia con la que ridiculiza a sus defensas. Croquetea y marea. Inmenso. Corre Pedro, generoso, solidario y efectivo. Un talismán inesperado. Liquidará Villa, certero y letal. Terminará con un pase a la red o con un amplio suspiro. Este estilo, cuyo Big Bang se inició con Cruyff, que bebió de la Naranja Mecánica de Rinus Michels, que evolucionó con Rijkaard, que mimetizó Aragonés, que convirtió en arte Guardiola, que plagió Del Bosque, tiene un sello con nombre propio: FC Barcelona. Guste o no guste.
La final del Mundial es un regalo. Una recompensa y una reconciliación con el romántico que entiende el fútbol como algo hermoso que ha sido corrompido y envilecido, en los últimos tiempos, por propuestas como la de Grecia o Italia. La Holanda menos brillante de su historia aspira a ganar todos los partidos del Mundial, tanto de la fase final como de la clasificación, tal y como hizo la mejor selección de la historia, el Brasil de 1970. Afrontará su tercera final encomendada a dos repudiados: Robben y Sneijder (balón de oro si gana el torneo), un delantero impostado (Van Persie), un centro del campo esforzado y una defensa de jeroglífico. Alegre y desacomplejada tendrá enfrente a genios irrepetibles que convierten en pusilánime a cualquier rival. La victoria de cualquiera de los dos conjuntos será el triunfo del auténtico fútbol. Mañana la Jabulani planeará inestable por Johannesburgo en busca de algo etéreo e idílico. En busca de justicia poética.
El auténtico fútbol
Holanda es una selección que gusta y que se gusta. Su historia es alegre, despreocupada y vertical. Descarada, preciosista y ofensiva. Su fútbol honesto, espléndido y sin especulaciones ha creado una marca inconfundible ligada al romanticismo y a la derrota. Uno de los conjuntos más celebrados de la historia de este deporte es la Naranja Mecánica, que deslumbró en los Mundiales de Alemania y Argentina en la década de los 70. En ambos campeonatos llegó a la final y en ambos cayó ante el anfitrión. Aunque no ganó, su juego será recordado por siempre, a pesar de que su estilo y sus jugadores estratosféricos han sido detenidos periódicamente por selecciones más pragmáticas, astutas y maquiavélicas. A Holanda, como niña bonita e inofensiva, como creadora del arte en la derrota, siempre había que decirle: Qué bien habéis jugado. Qué gran espectáculo. Hasta el próximo campeonato. Gracias por venir.
Esto se terminó. La Holanda de 2010 no es brillante ni bucólica. De defensa liviana, centro del campo vigoroso y delantera endeble, no posee ni el talento ni la magia de otros tiempos. Pero denota madurez, goza de la esquiva fortuna y transpira la confianza del ganador. Ayer echó a la pentacampeona y sumergió en una crisis abisal a un país que entiende el fútbol como una religión. El Brasil de Dunga carece de profetas y tiene un excedente de jugadores terrenales. De obreros y peones de un fútbol industrial y metalúrgico que se ha divorciado del balón. Sin inventores, sin innovadores, Robinho aporta la chispa de la diferencia, muy lejos, no obstante, de la maestría de Garrincha, Sócrates, Pelé, Romario, Bebeto o Ronaldo.
Holanda jugará la final si supera al Uruguay de Luis Suárez y Forlán. Su rival podría ser España, un conjunto que cuida el balón, lo halaga y lo esconde. Un hipotético enfrentamiento entre estas dos selecciones del quiero y no puedo sería un triunfo para el fútbol. El fútbol ofensivo. El auténtico fútbol.
La mano que guillotinó a Francia
Nunca deberían haber pisado África. Cuando en el minuto 104 el público de Saint-Denis enloqueció de alegría, la bomba de relojería de un equipo anodino y moribundo se congeló, se detuvo temporalmente. La ceguera de un sueco llamado Martin Hansson permitió que Thierry Henry hiciera su último servicio al fútbol. Su mano, como el cabezazo de Zidane a Materazzi, se convertiría en un oscuro e injusto epílogo para el último astro del fútbol francés. Ese 18 de noviembre de 2009 empezaba una cuenta atrás que daría lugar a uno de los episodios más esperpénticos y sombríos del fútbol mundial. La insurrección de la selección francesa en Sudáfrica no sólo representa un fracaso deportivo estrepitoso, sino la apertura de un debate resbaladizo y peliagudo en un escenario, el sudafricano, lamentablemente oportuno. El epicentro de la fractura vuelve a ser la raza.
La reliquia futbolística que aletargaba en el banquillo de Francia era la misma que 12 años antes había ocupado un puesto similar en el combinado tricolor. En esos tiempos era un joven descarado, pertinaz y soñador que estudiaba con asombro a unos genios que destrozaban a la canarinha de Ronaldo, Rivaldo y Bebeto. Anciano, cansado y desencantado, el Henry actual veía esta vez a un equipo despedazado, no por falta de calidad, sino por algo más lóbrego, más incomprensible.
El ex director de Le Monde Jean-Marie Colombani advirtió en un artículo en El País que la derrota se quiere explicar a través de un choque de culturas. Que se reprocha la arrogancia, la indiferencia y la opulencia de algunos de los integrantes de los bleus. Que se acusa a los jugadores “más morenos”. Que se les tilda de caïds (jefes de bandas marginales). Que se quiere hacer una diferencia entre “los buenos y los malos de los suburbios”. Que se les puede ir de las manos…
La historia ha demostrado que entender el fútbol como simple deporte es un ejercicio de bondadosa ingenuidad. En 1998, Francia ganó el Mundial. Ese equipo contaba con figuras como Marcel Desailly (Ghana); Lilian Thuram (Guadalupe); Patrick Vieria (Senegal); Youri Djorkaeff (de origen armenio); Zinedine Zidane (de ascendencia argelina) o Christian Karembeu (Nueva Caledonia). Políticamente, oportunamente, ese sonado triunfo se vendió como el éxito de la Francia multiétnica y multicultural. Era la riqueza del país. Eran tiempos de abundancia.
El equipo del “Sol del siglo XXI”
Jong Tae-se lloraba desconsolado mientras escuchaba el himno de la República Popular Democrática de Corea, el Achimŭn pinnara. A pesar de que sus ojos se abrieron por primera vez en Nagoya (Japón) y de que sus padres nacieron en Corea del Sur, desde pequeñito fue educado en el Juche, la doctrina ideológica comunista norcoreana. Años después, las creencias del niño Jong se vieron recompensadas cuando el Chongryon, la embajada de facto en Japón, le hizo el regalo que siempre había anhelado: la nacionalidad norcoreana. Las lágrimas del “Rooney del pueblo” en los preámbulos del partido contra Brasil eran de sincera felicidad, de agradecimiento y de gratitud hacia el gran líder, el“Sol del siglo XXI”: Kim Jong Il.
Esta curiosa e impactante imagen despertó la simpatía de los que se alinean con el desaventajado, como ya le ocurrió al nadador guineano Éric Moussambani en los Juegos Olímpicos de Sydney. La figura de Moussambani, mediática por insólita, recabó tanta atención en los medios de comunicación que desplazó a estrellas de los Juegos como el plusmarquista mundial de los 100 metros Pieter van den Hoogenband.
Pero a diferencia de Moussambani, los jugadores norcoreanos, conocidos como chollimas (un caballo alado de la mitología norcoreana), no podrán rentabilizar su excepcionalidad. Corea del Norte es el último bastión del comunismo extremo, de una hoz y un martillo aderezado con un pincel de pretensiones intelectuales. En el país más impenetrable del mundo, el endémico estado marcial obliga a movilizar a un ejército de un millón de soldados y más de cuatro millones de reservistas ante la hipotética amenaza extranjera. En su aislamiento surrealista, en su paranoia socialista, la población se muere de hambre a pesar de ser una de las naciones que recibe más ayuda humanitaria.
Las plañideras de Kim Jong Il
Todo este surrealismo se extiende a la selección más hermética y politizada del planeta. El pasado martes, en el estadio Ellis Park de Johannesburgo, un millar de presuntos aficionados norcoreanos destacaban en las gradas, entre la colorida hinchada de la verdeamarelha. Pero no eran coreanos, sino modernas plañideras. Un día después conocimos que, en realidad, se trataba de un grupo de actores chinos contratados por la empresa Sports Management Group, a petición del Comité de Deportes de Corea del Norte, para que animaran a los chollimas.
Los que sí acompañan al equipo en Sudáfrica son los comisarios políticos, que se encargan de registrar sus movimientos con cámaras que también apuntan a los periodistas que preguntan en las ruedas de prensa. El entrenador norcoreano, Jong-hum, advirtió que no contestaba preguntas políticas.
―¿El Gran Líder, Kim Jong Il, hace la alineación del equipo?
Mirada hacia el representante de la FIFA, mirada hacia el comisario político del Partido del Pueblo… y silencio. El mensaje mecánico de Jong-hum es fruto de una efectiva enseñanza de décadas. Su discurso, artificial y robótico, no puede ser otro. “Estamos en Sudáfrica para hacer que nuestro gran líder sea muy feliz.»
Las consecuencias de una mala actuación de Corea del Norte en este torneo nunca las sabremos. El norte de esta península de Asia Oriental es la última frontera del mundo.
El divorcio de la lógica
San Emeterio apaciguaba el ánimo de sus compañeros en un intento de sofocar su propia euforia. Durante el transcurso de su canasta y el tiro libre adicional que significaría el definitivo 79-78, el cántabro ya sabía lo que había conseguido. Había dinamitado la liga ACB. Había hundido a pronosticadores, apostadores y especialistas deportivos. Pero, sobre todo, había glorificado el baloncesto. En la final más predecidida de la historia, el Caja Laboral ha vuelto a recordar que el deporte se explica desde las gestas y las hazañas. Desde lo imprevisible y lo insospechado. Desde el baloncesto.
El valor de la tercera liga del Caja Laboral se magnifica por su rival. La extraordinaria temporada del Regal Barça (con o sin ACB) es incuestionable. La lección de baloncesto, imborrable. Sólo la inefable pérdida del aura de invencibilidad que desprendían durante toda la campaña y que les ha abandonado en esta serie final ha impedido que materializaran la temporada perfecta.
Ayer, recital Splitter. El brasileño abandonó la extraña vulgaridad de los dos partidos de Barcelona y volvió a su estado natural, el MVP. La normalidad de Tiago es la efectividad y la excelencia, el trabajo y la humildad. Todos ellos, factores que le han convertido en el jugador más valorado de la liga regular y de las finales. Un hito sólo al alcance de un jugador por el que muchos aficionados se ponen en pie: Arvydas Sabonis.
Esta mañana los jugadores del Barça confirmarán que no ha sido una pesadilla. Todo ha sucedido rápido, de manera extraña. Cuando han querido reaccionar, se han encontrado con las vacaciones. Este mal sabor de boca no debe emborronar el trabajo, los éxitos y la felicidad de una temporada para enmarcar. El campeón de Europa ha encontrado en el Caja Laboral el rival a batir. Ya es un duelo clásico. La ACB tiene dos nombres en mayúsculas: Regal Barça y Caja Laboral. Son el baloncesto.
Pero, por encima de todo, esta final demuestra una vez más que el deporte escurre los vaticinios y rehúye la razón. El partido de ayer constata definitivamente el divorcio de la lógica.
Jaque al campeón
En California se realizaba, en el siglo XIX, un entretenimiento para la gente, creado por los propios colonos españoles que llegaron a la zona de lo que es hoy Monterrey: un oso enfrentándose a un toro. El toro atacaba al alza, con los cuernos hacia arriba, y debía hacerlo rápido y al principio de la lucha. Los osos se defendían de arriba abajo, alzándose e intentando agarrar con sus zarpas al toro para echarlo al suelo. El bull, o sea, el toro, mira siempre up. El bear, oso, se la juega down. El periodista Martí Saballs, en Historias de un corresponsal económico, explica que ésta podría ser una de las teorías que da sentido a la división que los mercados hacen de analistas e inversores: toros y osos. Los primeros son los optimistas, los que apuestan por los valores y mercados alcistas. Los pesimistas son los osos, que prefieren resguardarse la espalda. Toros y osos, osos y toros. Seguramente, ninguno de ellos hubiera apostado por el resultado que, actualmente, refleja la final de la ACB. El sábado, el Caja Laboral volvió a hacer saltar la banca.
El dos a cero es un resultado que, por inesperado, dibuja un escenario que engrandece todavía más el baloncesto, un deporte en el que suele ganar el mejor. El Regal Barça, hasta ahora intratable, ha hincado la rodilla y, acorralado, deberá recordar el camino que le ha llevado a ganar todos los títulos que ha disputado esta temporada. Durante los nueve días que discurrieron entre la semifinal y la final parece que el Barça bajó del Olimpo para convertirse en un equipo terrenal, un conjunto que ha vuelto a escuchar ese vocablo desterrado llamado derrota. Con el impasse, la rutina de la victoria, que ordena y da seguridad, se ha roto.
El Caja Laboral parecía presentar una única arma, demoledora y brasileña, capaz de resquebrajar los cimientos barcelonistas. Desactivar a Splitter, el mejor pívot europeo del momento, podría significar constreñir al Baskonia hasta poco menos que el milagro. Pero ha sido otro brasileño, Marcelinho, y un santanderino, San Emeterio, los que han martilleado al equipo de Xavi Pascual hasta poner en jaque al campeón. Nadie pensaba que el Baskonia volvería a Vitoria con un 0-2. Nadie ha remontado un dos a cero en una eliminatoria final. Pero, ¿alguien se atreve a apostar a que hoy habrá nuevo campeón?
La desintegración de Arvydas Macijauskas
Cuando Macijauskas erró el tiro se miraron incrédulos. Se levantaron y le gritaron: “¡maaalo, maaalo, maaalo!”. Era simple y jocosa ironía. El fallo de Mache era una anomalía que sorprendía y consolaba a todo aquel que ya no veía vestigios de humanidad en esa máquina de precisión, anotadora e inclemente. En la grada no eran demasiados. Habían venido pronto a disfrutar del lituano. El espectáculo Macijauskas empezaba en el calentamiento.
Macijauskas, melena rubia y ojos claros, infundió pavor en las defensas de la ACB durante dos temporadas. Ya sea por erróneas reminiscencias Birdianas o por una certera sensación de que su obsesión con la canasta rival lo hacía indefendible, cuando el siete del entonces TAU se elevaba, los rivales se resignaban. Sólo existía una opción. La precisión del mecanismo de tiro del lituano, su juego eléctrico y su capacidad de intimidación, con poco más de un uno noventa, aterrorizaba a las defensas pero, sobre todo, cortaba la respiración de la afición rival. Eran esas fracciones de segundo en las que se suspendía en el aire. Cuando el balón despegaba de sus dedos, el sentimiento de dulce odio se tornaba en irrefrenable admiración. En suspiro. Como los pilotos, que calcan su trazada vuelta tras vuelta, el tiro de Macijauskas parecía tener un recorrido predeterminado: el que lleva a la red.
La “Precisión Lituana” formó parte de uno de los mejores equipos que nunca ha dado la ACB, cuyo quinteto inicial incluía a Calderón, Nocioni y Scola, actualmente, en la NBA. Precisamente, su fulgor se apagó, como tantos, en la liga americana. Tras un año de penitencia en New Orleans, el mundo baloncestístico esperaba su renacimiento en una de las cunas del baloncesto europeo. Pero Mache ya no volvería. Curiosamente, el tendón de Aquiles acabaría con alguien que se había rebelado casi divino. La desintegración del cuerpo de Macijauskas, lenta y agónica, arrojó algunas esperanzas con una reaparición que se recuerda ahora como una ilusión óptica.
El martes “La Precisión Lituana” anunció su retirada.
La tesis de Kick Ass
“Bueno, te cuento un poco lo que vamos a hacer. Mira a la cámara, por favor”. La sombra de Ángela se proyecta en la pared blanca de baldosas, corrompida por una delgada línea roja. “Puedo hacer que te comas tu propia oreja. Incluso, si me lo curro, puedo sacarte las tripas sin que te mueras”. Ángela traga saliva. Se mezcla con la hiel. Su piel brilla. Sudor frío. Respiración acelerada. Mirada perdida. Signos inconfundibles de miedo. Señas de quién sabe que va a morir. “Ángela, mírame. ¿A qué acojona?” Bosco se enfunda los guantes y el pasamontañas. Las imágenes se funden a blanco y negro, protegen al espectador. Le rompe la cara de un puñetazo. Con una cámara como testigo.
Las “Snuff movies”, leyenda urbana o alcantarilla de la perversidad humana, eran uno de los motivos de la opera prima de Alejandro Amenábar (Tesis, 1996). Hablamos de la comercialización de la ultraviolencia que Alex de Large descubrió a un horrorizado público veinticinco años antes. Una ampliación del campo de batalla lucrativo. Un hipotético negocio con un hipotético consumidor. Secreto, oscuro, invisible para el honrado ciudadano de a pie.
Urbi et orbi
“Los proveedores predicen que podría ser uno de los eventos vía web más vistos de la historia de Internet”.
Una cuenta atrás agolpa a millones de personas ante la televisión. ”Hola niños y niñas”. Un encapuchado relata al espectador lo que va a suceder. Kick Ass y Big Daddy, sentados y amordazados ante un fondo artificial, con palmeras. Ambos visten mallas de colores. Uno es un frikie proyectado por youtube y el marketing viral. El otro, un demente. Un vengador que se entiende como un pseudo héroe del siglo XXI.
“Kick Ass y Big Daddy nos van a ayudar a enseñaros porque ser un superhéroe es una mala idea”, explica el torturador. La paliza empieza de inmediato. Esta vez, ante la atenta mirada del espectador, que reacciona ante los golpes, la sangre y los huesos rotos. No hablamos de un mercado negro, secreto, con acceso sólo para depravados. Aquí la paliza es gratis. Y para todos los públicos. De repente, las imágenes se colapsan. El presentador de los informativos aplica la moral después de un minuto de emisión: “debido a la naturaleza inquietante de las imágenes no podemos seguir mostrando los hechos que se están emitiendo en directo por Internet”. Tras el suicidio censurador de la televisión, el espectador huye hacia el jardín de las delicias. La libertad en su máxima y perversa expresión: el ordenador.
El presentador de los informativos concluye: “Todo apunta al hecho de que se producirá una ejecución en directo durante los próximos minutos”. Una ejecución que se producirá ante millones de espectadores. Ante una audiencia que no se esconde y que verá el asesinato en grupo, con renuencia o con sentido del espectáculo.
El divertimento de Matthew Vaughn hiperboliza la realidad, la ridiculiza y la convierte en una ironía fresca que el espectador entenderá si acepta las normas del juego. Su travesura finaliza con el personaje más brillante de la película, la pequeña Hit Girl ( Chloe Moretz). La paliza ha terminado. Los muertos se agolpan y la sangre y el fuego corrompen el aire. Hit Girl se acerca a la cámara y dispara con un lapidario: “Se acabó el show, hijos de puta”.
La temporada perfecta
Cuando el triunfo es un estado natural. Cuando la memoria olvida que existe una opción llamada derrota. Cuando la infalibilidad se convierte en una extraordinaria normalidad. Cuando la victoria muda a una heroica reiteración. Es justo ese preciso instante de virtuosismo, de sonada deidad, el que te arroja al abismo o te encumbra. Es ese paso el que te hace humano o perfecto.
El Regal Barça descansa en ese limbo. Rodeado del halo del éxito, de un aura de invencibilidad. Cercado por la Lliga Catalana, la Supercopa ACB, la Copa del Rey y la Euroliga. En el camino hacia la perfección aguardará el Madrid o el Caja Laboral, dos equipos acomplejados por la insultante superioridad que ha demostrado el conjunto de Xavi Pascual a lo largo de la temporada. El círculo se cierra con la Liga ACB.
La esencia del Regal Barça se explica desde el talento, el esfuerzo y una mentalidad inquebrantable. Y se resume con tres palabras. Las pronunció Pete Mickeal, tras los cuartos de final de la Euroliga ante el Madrid. Le preguntaron sobre su gran actuación. The fisherman respondió con un conciso: “Es mi trabajo”.
Lost 2.0
El fenómeno Perdidos es digno de estudio. No por la legión de seguidores que arrastra, sino porque con esta serie hemos asistido al nacimiento de un nuevo tipo de espectador, un espectador social de nueva generación. La obra de J.J. Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Lieber es responsable de la evolución de lo que en su momento Giovanni Sartori calificó como Homo videns. Creada para la televisión, su enorme éxito ha sido, curiosamente, un arma letal para la propia pequeña pantalla. Así como The Matrix impulsó el formato DVD o Avatar encendió el renacimiento del fenómeno 3D, Perdidos desencadena el concepto del espectador 2.0, el espectador que asesinó a la televisión.
El espectador 2.0, surgido de la globalización, es aquel que consume información inmediata, fresca y, por lo tanto, lo hace en Internet. Un espectador que no está dispuesto a esperar ni un solo día para visionar algo que ya se ha emitido en otro lugar. Este nuevo homo videns es proactivo, genera ideas, opiniones y discursos. No se conforma con ver y callar sino que traslada sus reacciones a las redes sociales, las comparte y origina teorías e hipótesis. Interpreta y sobreinterpreta.
Con la emisión simultánea del último episodio de Perdidos, Cuatro puso de manifiesto el por qué de este cambio de hábitos del espectador. Al margen de la falta de sincronización de los subtítulos, la cadena de Prisa obvió 6 minutos de metraje. El tremendo coste que supone emitir una serie como Perdidos y los resultados obtenidos obligarán a los programadores a centrarse en aquellos productos en los que la televisión todavía puede ofrecer un buen servicio para su audiencia: programas en riguroso directo, eventos deportivos o reportajes y productos propios.
Mientras el cine se encuentra sumido en una crisis de ideas, las series de televisión se destapan como una explosión creativa, en algunos casos, de excelsa calidad. Los Soprano, The Wire o A dos metros bajo tierra son tan sólo algunos ejemplos de obras maestras de más de cien horas de visionado. Los creadores de Perdidos, con una serie menos brillante, han conseguido que algunas de las características intrínsecas que forman ya parte de nuestra sociedad -la globalización, las 2.0 y la polémica- creen este nuevo espectador. Un homo videns 2.0.
El Aleph de Perdidos
Se acabó. No como muchos esperaban o deseaban, pero se acabó. Los seguidores de Perdidos acudían a este doble episodio final en busca de respuestas como el devoto hace con su religión. O con la mirada analítica del científico que necesita resultados lógicos y demostrables. O como el juez que espera el alegato final para dictar sentencia en un rompecabezas. Todos ellos se sentirán decepcionados, disgustados e incluso, estafados. Nadie podía esperar un final cerrado y con un manual de instrucciones de la obra del inefable Jeffrey Jacob Abrams. Nadie podía esperar un final que dejara satisfecho a todo el mundo porque Perdidos se postula como un fenómeno de masas fascinante y, por lo tanto, polémico. La pregunta más importante que debe hacerse hoy el espectador no es acerca de la isla o de los personajes, sino ¿por qué me he levantado a las seis y media de la mañana?
Perdidos es ficción en mayúsculas, con sin sentidos, incoherencias, delirios de grandeza y momentos memorables. Un extensísimo ejercicio de liderazgo pero, sobre todo, una alocución que gira entorno al espacio y el tiempo. Realidades múltiples y vidas paralelas en diferente espacio-tiempo. Daniel Farraday y Desmond Hume se erigen como personajes cardinales de esta locura, del rechazo del ser humano a ser finito. Su rol secundario atrae y cautiva mucho más que el de los bíblicos Jacob y Esaú (el humo negro), cuya historia se nos antoja anacrónica, incompleta y desaprovechada.
La supuesta clave, esa luz blanca, prístina y mística que da equilibrio a la isla y, por extensión al universo, nos recuerda a la esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor que encontró Borges en un sótano. Entre muchas otras cosas, esto es lo que vio: “(…) vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Alpeh la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.
¿Qué vieron los ojos de Jack Shephard en esa luz, en ese Aleph de Perdidos, antes de cerrarse por última vez? ¿Qué vieron los ojos de J.J.Abrams para maquinar semejante mezquindad y, en especial, ¿qué han visto tus adormilados ojos?
Borges transmitió así su visión: “Sentí infinita veneración, infinita lástima”.
La otra vía
El Inter demostró ayer que no existe una única vía para ganarlo todo. Tan campeón de la Champions como el Barça el pasado año, la escuadra de Mourinho ya es poseedora del triplete. El Bayern, un esbozo paleolítico del Barça, podría haber jugado una semana entera y no hubiera obtenido mejor premio que la ignominiosa medalla del finalista. Tan sólo Robben, una sombra terrenal e imperfecta de Messi, logró desbordar a los jugadores interistas, que asoman ahora en el Olimpo del fútbol con un juego propio del averno.
Zanetti, Lucio o Chivu son una suerte de Hefesto para este equipo, tejiendo una red de acero en su particular fragua, partido tras partido, enredando a equipos como el Chelsea, el CSKA, el Bayern y hasta al mejor conjunto del mundo. Los italianos se sienten tan cómodos defendiendo que podrían olvidarse de que este deporte se juega con balón. Y sólo se recobran de esta amnesia por obra y gracia de Diego Milito, goleador letal de actuaciones fulgurantes. Eto’o, su negativo en la vanguardia, es el único jugador de la historia que ha ganado dos tripletes, pero sólo recuerda que es delantero por el número 9 de su camiseta.
Mourinho, el Gran Maestro del fútbol-ajedrez, ha conseguido logros tan difíciles como la Champions con el Oporto o el triplete con el Inter. The special one, que cursó un Máster en el Barça, ganó prestigio en su país, se endiosó en Inglaterra y se ha doctorado en Italia, cautiva a Florentino. La hostilidad que arranca de la grada del Camp Nou y su perfil ¿postizamente? Imperioso y mediático apunta a matrimonio tortuoso con el Real Madrid. Un cóctel nitroglicerínico que puede atraer tanto a los títulos como a las polémicas olímpicas. Mou es la otra vía.